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domingo, 10 de noviembre de 2013

Dolores

Los peces sienten dolor y estrés cuando son pescados. Está científicamente probado, y soy completamente consciente de ello, como demuestra la reflexión de mi última entrada, cuando intenté ponerme en la piel de los barbos que pesco. Pero al mismo tiempo soy un practicante convencido del captura y suelta. Incluso he creado una campaña para pedir que no se modifique la normativa de pesca permitiéndose sacrificar las truchas de algunos ibones del PN Posets-Maladeta.

La pesca es un veneno que recorre mis venas. Una adicción por acercarme a la naturaleza, a una masa de agua y, una vez allí, localizar los peces, acecharlos y presentarles un engaño para poder pescarlos. Muchos, sobre todos los no-pescadores que lean esto, pensarán que esto es un ejercicio de sadismo. Pero yo no busco el sufrimiento del pez, todo lo contrario. Es un efecto secundario que intento minimizar todo lo posible (evitarlo es imposible) acortando la pelea con el pez, usando anzuelos sin muerte que causan menos lesiones y manipulando lo mínimo al pez. Sé que alguno habrá que no sobreviva al trance. Quizá no en el momento, sino un día, una semana, un mes después, las secuelas de nuestro encuentro podrán con ellos. Pero sinceramente estoy convencido que son los menos, seguramente ejemplares que ya tendrían algún tipo de debilidad previa, y la mayoría se recuperan satisfactoriamente. Incluso he llegado a pescar al mismo ejemplar en dos jornadas distintas.

Los movimientos por el bienestar animal no encuentran demasiadas diferencias entre nuestra actividad, la pesca (a mosca) "sin muerte", y otras como la tauromaquia y las peleas de gallos. Por eso quizá esta modalidad de pesca está prohibida en algunos países, como Alemania y Suiza. Allí sólo justifican el dolor del pez si éste tiene lugar para su posterior consumo y por ello obligan al sacrificio de todo pez pescado. A mí, como pescador conservacionista esto me parece una aberración. Primero por reducir a la pesca a una simple forma de conseguir alimento. Y segundo por el impacto que esta medida puede tener sobre las poblaciones de peces (y creo que se ha demostrado que el captura y suelta es la mejor modalidad de gestión para su conservación)

Muchas veces el dolor del pez me provoca remordimientos, pero estos se ven mitigados por la esperanza de que el pez que veo alejarse de mí tiene bastantes posibilidades de sobrevivir y reproducirse, perpetuando su especie. Desde luego esos remordimientos no son comparables a los que sentía cuando una trucha dejaba de retorcerse en mi mano, cuando la veía después dentro de la cesta o, finalmente, en la encimera de la cocina. Y si hablamos de dolor, os diré que siento una punzada en el alma cada vez que veo un río cortocircuitado y desangrado por infinidad de azudes y canales, envenenado por la polución o esquilmado por ciertas modalidades de pesca.

Si los remordimientos que me produce la pesca los combato liberando a los peces y dándoles un trato lo más respetuoso posible, los que me provoca el ser miembro de esta sociedad que mata a sus ríos los intento minimizar reduciendo mis propias agresiones hacia ellos y aportando mi granito de arena en una asociación que trabaja para que otras agresiones sean castigadas y dejen de producirse: AEMS - Ríos con Vida

- ¿Sienten dolor los peces? L. Cardona Pascual, blog de Investigación y Ciencia
- El grito del pez Jacques, blog A pelo y pluma .
- El dolor de los peces y Efectos del ejercicio de la pesca en el bienestar del pez J.L. Pérez Bote. Revista AEMS - Ríos con Vida 86 (p. 15-16) y 87 (p. 13-15), descargables en la página de la asociación http://riosconvida.es/

domingo, 3 de noviembre de 2013

Desde el otro lado

El río está precioso en esta época. Los gigantes que custodian sus límites cambian su librea: donde antes reinaba el verde ahora vienen los naranjas, amarillos y rojos. Después de engalanarse entregan sus vestimentas al río y a la tierra, en ofrenda de agradecimiento por el agua y los nutrientes que les dan la vida. Cada día el sol se alza menos tiempo, y menos alto, sobre el horizonte. No hace tanto de la época en la que se erguía vertical sobre nuestras cabezas, pero ahora queda siempre a nuestra espalda y apenas roza el agua, que cada vez resulta más y más fría. Pronto llegará el momento en que el agua heladora atenazará nuestros músculos y tendremos que retirarnos al fondo, a las aguas lentas y oscuras. La época de penumbra supone todo un reto para la supervivencia e impone un duro peaje a nuestra población. Varias lunas pasarán sobre el río antes de que podamos movernos y alimentarnos con normalidad, por lo que sólo los más aptos, los que mayor acopio de energía hagan durante este otoño, podrán ver la próxima primavera. Pero hoy la luz parece haber ganado una batalla en su guerra contra la oscuridad. Ha vuelto con fuerzas, y en zonas de aguas bajas y poca corriente notamos en nuestras escamas las caricias de sus rayos. Por eso en días como éste me gusta buscar la comida que me da la vida en el lodo y bajo las piedras a la salida de las grandes tablas. Y, aunque la mayoría del sustento venga del fondo, no se debe perder de vista lo que trae la corriente, en cualquier momento puedes descubrir un apetitoso bocado acercándose hacia ti.


Tras ver de reojo pasar un par de cosas negras que parecían comida, he dejado de hozar el fondo un momento para prestar atención por si acaso venían más detrás. Un instante después ha llegado una tercera pero, aunque lo he intentado, no he llegado a cogerla. Enseguida ha vuelto a pasar otra y esta vez sí he conseguido atraparla. Pero, ¡no era comida! Justo en el momento en que iba a reaccionar escupiendo aquella asquerosidad he notado un pinchazo agudo y, como si estuviera unida a un hilo invisible, un tirón hacia atrás.

Asustado, he empezado a nadar río arriba, en el sentido contrario a esa tracción invisible. Al mismo tiempo he intentado deshacerme del bocado, que se ha quedado clavado en mi labio, pero por más que lo he intentado no he podido. Poco a poco las fuerzas me iban abandonando, luchar contra aquella fuerza me causaba una gran fatiga. Al final, ya rendido, me he dejado llevar por ella y entonces lo he visto. Era uno de esos pescadores ¡qué horror! Y qué patético. Después de haber conseguido huir de martines pescadores, garzas, cormoranes y otros muchos depredadores. Tras sobrevivir a algunas fuertes riadas, como aquella que hace ahora más o menos un año cambió profundamente la fisionomía del río, y conseguir superar la inanición y el frío de varios inviernos, mi vida iba a acabar por comer. Vaya ironía morir por algo que se supone te salva la vida. Lleno de rabia e indignación he emprendido una nueva huida, pero poco después la fatiga me ha obligado a rendirme de nuevo. Mecido por la suave corriente me acercaba inexorablemente al pescador; los movimientos de mis aletas eran ya inútiles para enfrentarme a mi destino. Finalmente una malla ha rodeado mi cuerpo inmovilizándome y después las manos de mi captor me han sacado de ella alzándome fuera del agua. Un agua que ya no volvería a sentir pasando por mis agallas.


Pero está claro que todavía no era mi hora, si no no estaría ahora contándoos esta historia. Tras acercarme a una especie de aparato sostenido por tres patas el pescador ha vuelto a introducirme en el agua y ha extraído el punzante engaño de mi labio. Entonces, aprovechando la escasa presión que sus manos ejercían sobre mi fatigado cuerpo, he conseguido recuperar mi libertad mediante un rápido movimiento. Si no se tratara de un pescador, pensaría que estaba deseando devolverme al río. Sea como fuere, una vez recuperado del agónico trance he vuelto a mi labor preparatoria de cara al invierno. Seguiré comiendo, aunque con mayor cuidado que antes, para intentar llegar a ver la próxima primavera.