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lunes, 20 de octubre de 2014

Locura otoñal

Ayer volví al edén. Ese paraíso lleno de barbos comiendo en superficie que conocí hace unos meses y que me tiene realmente enamorado. Si en las jornadas anteriores, en mayo y junio, el sitio parecía increíble, esta vez he tenido la oportunidad de conocerlo en otoño, esa época mágica para los bigotudos.


Dadas las fechas en las que estamos la elección de la imitación a usar no ofrecía dudas: había que atar una horiga de ala al terminal. Cuando llegué el sol apenas se había asomado por encima del horizonte, y no tuve que esperar ni un minuto para encontrar el primer objetivo. A cuatro metros de mí comían, en la orilla, dos barbos que milagrosa e inexplicablemente no me habían detectado todavía. Lástima que cuando uno de ellos decidió subir a la hormiga que les presenté prácticamente a punta de caña la impaciencia me pudo y se la saqué de la boca sin darle tiempo a cerrarla. A esas horas es difícil detectar a los peces debido a que la superficie se convierte en un mosaico de brillos y reflejos, pero aun así poco después logré acercar a lo orilla una carpa que me ayudó a calentar los músculos durante la pelea.


A partir de ahí, una tras otra, se fueron sucediendo las capturas. Carpas, y sobre todo barbos (pues me centré en ellos) iban sucumbiendo a los encantos de la pequeña imitación montada en foam. Las condiciones no podían ser mejores: sol y aguas claras que permitían localizar fácilmente los peces y un ligero viento que, sin obstaculizar el lanzado, los animaba a moverse y buscar comida en superficie.


La mayoría tomaban la mosca como de costumbre, desde abajo y casi sin asomar el morro del agua, pero algunos lo hacían con verdadera rabia. Sacaban la cabeza y parte del cuerpo para dejarse caer sobre la hormiga, como si quisieran ahogarla. Incluso acababan con el anzuelo clavado profundamente en la garganta. Pero no hay nada que con cuidado y unos fórceps no se pueda remediar. En estos momentos es cuando uno agradece utilizar anzuelos sin muerte, minimizando el daño al pez. Sólo así nos aseguraremos que soltamos a nuestros amigos con garantías, perimitiéndonos seguir disfrutándolos por mucho tiempo.


Lástima que la visita sólo pudiera ser de mediodía, puesto que poco antes de tener que volver al coche para poder ser puntual empezó un rato verdaderamente mágico. Numerosas hormigas reales pululaban por el aire e, inevitablemente, muchas caían al agua. Naturalmente los barbos daban buena cuenta de ellas, patrullando a toda velocidad la superficie para devorarlas en cuanto las veían caer. Así solamente hacía falta posar en las cercanías de la última cebada para poder ver a uno de ellos nadando como un torpedo a por ella, tomándola como si fuera el último bocado que iba a poder tomar. Sin moverme del sitio pude capturar unos cuantos, y fijaros si había hormigs que incluso se colaron en el vídeo que le hice al último mientras recuperaba la libertad. El año que viene, más.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Descubrimiento

El otro día se conmemoró, como cada año, la efeméride de la llegada de un puñado de hombres, a bordo de unas embarcaciones que resultaban poco más que cáscaras de nuez, a unas tierras que ningún occidental había visto antes.


Yo, aprovechando el día festivo, me dirigí a un rincón perdido de la geografía con la intención de perderme, y si la suerte se ponía de cara, tocar las últimas pintonas de la temporada. Llegué a un sitio donde el tiempo parece detenerse. Donde las plantas no luchan por alzarse hacia el cielo sino que pelean por abrazar al río, hoy poco más que un hilillo de agua remansado en escasas pozas. Ese deseo de las ramas y zarzas dificultan el vuelo de la línea y transforma la jornada en un viaje a través de un profundo túnel. Un túnel luminoso y sombrío a la vez, silencioso y ruidoso al mismo tiempo. Porque la luz no viene del cielo, sino de todos los sitios, rebotando en cada hoja, en cada piedra, que a la vez crean infinitas sombras que se mezclan con ella. Porque cada paso que da el pescador salvando el intrincado laberinto de obstáculos que se suceden en el cauce resulta en una fracción de segundo de silencio tras la que vuelve el incansable rumor de sonidos del bosque que tanto dicen y tan pocos oyen. Desgraciadamente, menos aún escuchan su mensaje.


Aquí no existe la soledad, infinidad de seres acompañan al visitante. Pero en estos terrenos sólo hay un señor que siempre está presente: el jabalí. No hace falta verlo para sentir su compañía, basta con saber mirar y encontrar sus pisadas en las trochas por él creadas que facilitan el caminar, las huellas de su pelos fuertes como alambres cuando peinan el barro fresco o las hozadas que su hocico cava en la orilla en busca de delicados manjares.


Nada pasa por casualidad en el mundo del Señor Scrofa. No fue el azar lo que hizo que el pitillín (Leutra sp.) rodease insistentemente la esfera de mi reloj como queriendo huyendo del objetivo inquisidor de mi cámara. No, se trataba de una señal, una petición para que presentase una imitación suya a los peces del siguiente recodo del río. El pequeño plecóptero me brindó la única picada del día, tras un lance que contra toda lógica consiguió esquivar la maraña de ramas sobre mi cabeza, que se resolvió con la huida del pequeño pez tras una breve sucesión de cabriolas.


Mientras tanto el ascenso incesante a través del verde túnel continuaba. A cada paso se presentaban nuevos obstáculos que salvar en forma de zarzas o troncos cruzados. Sin embargo la mente fluía ligera en la penumbra. La imposibilidad de lanzar y la escasez de objetivos hacia los que hacerlo se convirtieron en llave que abrió las compuertas del subconsciente, inundando la mente con un tropel de pensamientos. Así, cada paso suponía un acercamiento mayor a uno mismo. Porque pasamos la vida buscando paraísos lejanos, alcanzar altísimas metas, obtener fabulosos resultados mientras abandonamos la búsqueda de lo más sencillo y más cercano. Es por ello que cuando por fin logramos conocernos a nosotros mismos un poco más lo llamamos descubrimiento, a pesar de que siempre estuvimos allí.


Siempre hay una vuelta a la realidad, incluso cuando el sitio al que hemos llegado somos nosotros mismos. No quedó más remedio que pasar a decir adiós a las pequeñas hadas que en estos días erigen sus fabulosas casas de marfil sobre el suelo del bosque. El ruido de unas piedras cayendo por la ladera rocosa a unos metros de mi me sacó de mis pensamientos y me llamó a alzar la vista, brindándome la oportunidad de despedirme, hasta el año que viene, de mi compañero de camino en el río. Sinceramente espero que el invierno le sea leve, no son pocos los peligros que le acecharán.

domingo, 5 de octubre de 2014

Primeros pasos

El otro día tuve la oportunidad de disfrutar de otra jornada de pesca con mis sobrinos. Viviendo en el extranjero, son pocas las ocasiones en las que puedo pescar con ellos a lo largo del año, y por ello hay que aprovecharlas al máximo. Para que les pique el gusanillo con fuerza es necesario garantizar las capturas, y ya que están empezando, lo suyo es no ponérselo demasiado difícil. Por eso decidimos ir al intensivo al que ya fuimos cuando vinieron en navidades.


Pero, como mis sobrinos son pescadores sin muerte convencidos (la otra vez les dio verddera pena ver morir a las truchas), esta vez la modalidad elegida fue la mosca con cola de rata, usando sus equipos que recibieron de regalo de cumpleaños. La lástima es que la sesión de cine en casa de la noche anterior hizo que no madrugásemos demasiado, lo que unido a la cita para comer toda la familia hizo que dispusiéramos de poco más de una hora para pescar. Pero aun así la aprovechamos.


Lo primero, como es natural, fue entrenar un poco el lance, para lo que elegimos una zona sin árboles en los que enganchar las moscas. Pronto le cogieron el tranquillo y ya eran capaces de sacar algunos metros de línea posando de manera más o menos decente. Pero claro, con las truchas paseando por la superficie y con el poco tiempo disponible fue imposible evitar que quisieran dar un paso más allá e intentar pescarlas.


La primera captura a mosca de Adrián no se hizo esperar. Qué maravilloso es poder ver en él la emoción y el nerviosismo que siempre sobreviene durante la pelea con el pez. Esos gritos pidiendo ayuda y preguntando qué hacer, seguidos de la alegría al ver el pez en el salabre no se pagan con dinero. Por supuesto no cabía otra opción que devolver al agua a la trucha que nos había proporcionado tanta alegría.


Alberto, el pequeño, tendrá que esperar a una futura visita para disfrutar de su primera captura. No de sus primeras picadas, porque tuvo varias. Pero tiene que aprender a clavar cuando éstas se produzcan en vez de señalarlas, ¡cosas de niños!. Por lo menos sabe verlas y sólo será cuestión de enseñarle a levantar la caña. Lástima que eso tendrá que para ello habrá que esperar hasta las próximas navidades...