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domingo, 11 de mayo de 2014

Thorn

Por fin conseguí escaparme de pesca. Más de un mes había pasado desde la última vez, y el aluvión de caras sonrientes con un pez delante que me iba llegando a través de las redes sociales empezaba a minar la moral. Se podría decir que no fui de pesca por voluntad, sino por necesidad.

Al llegar encontré justo lo que esperaba. Un entorno rebosante de vida en plena primavera. El canto de los pájaros era casi ensordecedor y sólo el zumbido de abejorros y escarabajos al pasar quebraba la sucesión monótona de trinos. La sinfonía era complementada por el rumor también continuo que producían los chapoteos de los grupos de carpas que, en plena freza, se afanaban en sus danzas en torno a la vegetación sumergida. Es fascinante la ciclicidad de la naturaleza. Año tras año se repite el espectáculo, un poco antes o después, con más o menos intensidad, pero siempre en las mismas fechas. Y aunque cuando se dedican a las labores reproductorias no suelen hacer excesivo caso de la comida, me pude hacer con las primeras carpas de la temporada. La cangrebou como la vespa fueron las imitaciones que me dieron las capturas.


 Lo malo de estas fechas, y más en ese embalse, es que la pesca se llega a convertir en una especie de martirio. Primero porque los chopos también se afanan en reproducirse, liberando ingentes cantidades de semillas que se dispersan gracias a la pelusa blanca que les acompaña. Reconozco que el aspecto del agua es digno de ver (en ocasiones parece incluso como si estuviera nevada) pero es un auténtico engorro el tener que andar quitándola todo el rato de los nudos del bajo. Otro aspecto negativo es el alto nivel de agua, que reduce la franja árida al máximo y, debido a la intrincada orografía de las orillas de este embalse, en muchas ocasiones uno se ve obligado a transitar entre la vegetación. En esta tierra tenemos fama de ser bastante buena gente y muy hospitalarios, pero con la vegetación es otro cantar: todo son espinas. Las aliagas, zarzas y rosales silvestres minan la moral a base de enganchones en la ropa y en la piel. Eso sí, como se suele decir, sarna con gusto no pica y mientras las picadas y capturas se van sucediendo no hay tanto problema.

Sin embargo el pinchazo que más doloroso y desmoralizante fue en carne ajena. En la de un barbo que sucumbió seducido por la cangrebou. Tras una bonita pelea, como todas a las que nos tienen acostumbrados estos fabulosos peces, pude comprobar que la mosca estaba clavada muy profunda y muy, muy cerca de las branquias. Tanto que la manipulación, pese a que siempre uso anzuelos sin muerte, hacía peligrar la integridad del órgano respiratorio del pez. Así las cosas, lo más prudente era cortar el hilo y liberar al pez sin más dilación para así no empeorar la situación y ampliar sus opciones de supervivencia. El pez alejó rápidamente con la mosca aún dentro, y dejando profundamente clavada en mi interior una espina de remordimiento y la incertidumbre. Entonces empezó a pesar el cansancio y caminar entre espinas se cada vez más pesado. No hubo más fotos, todas las capturas -carpas- recobraron la libertad sin siquiera salir del agua. Y mis manos no volvieron a tocar la piel de un barbo. La espina en mi interior no me permitió clavar con seguridad a ninguno de los que decidieron picar. Todo ello a pesar de que la experiencia me decía que, cuando las carpas frezan, los barbos no andan lejos y se puede dar una espléndida jornada.

Sé que los remordimientos desaparecerán dejando cicatrizar el pinchazo y espero que esa sea la suerte del pobre pez que cometió el error de tragar esa ingenio peludo y emplumado que, atado a un sedal de nylon, un aprendiz de pescador decidió presentar ante él.