Translate this blog

sábado, 26 de octubre de 2013

Extranjero

Hace unos días guardaste el hábito de pescador para calzarte el de investigador. Tus pasos te llevan a Tübingen, en el sur de Alemania, a comprobar que las observaciones hechas por otros antes que tú coinciden realmente con las tuyas. Sólo vas a estar aquí dos semanas, una ya la has gastado y hoy es el único sábado durante tu estancia, así que decides hacer algo de turismo, ver la ciudad más allá de las paredes que albergan su antiquísima Universidad.


El pescador que llevas dentro, imposible sería haberlo dejado en casa, te guía ladera abajo hacia el río, que aquí llaman Neckar. Es curioso, lo haces de manera casi instintiva, subconsciente, quizá sea porque él, el pescador, sabe que allá abajo, donde discurre el agua, tu alma encuentra la quietud que le falta entre edificios y coches. Al llegar descubres una gran isla que divide el cauce en dos, aprovechada como una preciosa alameda que luce con esplendor los colores propios de esta época del año.


Piensas en tu casa, en cómo al gran padre Ebro le niegan el derecho a regalar a las gentes estos pequeños paraísos. El empeño de quienes deberían cuidarlo es en realidad otro, domarlo, exclavizarlo. Por eso, con una periodicidad casi exacta, cada año las excavadoras entran a destrozarle las entrañas, a destruir cualquier suerte de Ínsula Barataria.


Paseando por las orillas, buscando de nuevo la paz perdida por estas grises preocupaciones, encuentras un sauce majestuoso con las raíces hundidas en el agua del Neckar y que, en gimnástica posición, parece pretender tocar sus pies con las puntas de las ramas que apenas llegan a rozar la superficie del río. Entonces recuerdas alguno de los preciosos relatos del G. gloton, aquellos en los que narra cómo logró engañar a aquel montruo en la sombra del sauce.


De repente una silueta te trae de vuelta de tu abstracción, justo cuando empezabas a preguntarte si en esas aguas, quizá debajo de esas ramas, también habitan pintonas que le hagan compañía a los patos, pollas de agua y cisnes. Primero te quedas mirando cómo hace danzar la linea sobre el agua para alejar de sí el señuelo, imaginando que eres tu mismo el que está ejecutando el lance. Después, aprovechando su migración entre dos posturas, te decides a preguntarle qué peces son las que pueblan esas oscuras aguas. Te cuenta que allí nadan truchas, tímalos y algún lucio. No sabes bien si él es de aquí o quizá viene de lejos. Tampoco se lo has preguntado, quizá porque siempre te pareció perversa esa necesidad que tienen algunos por crear fronteras y clasificar, en ocasiones incluso discriminar, a la gente según a qué lado de éstas haya venido a nacer. Lo que sí estás seguro es de que no nació al sur de los Pirineos. Y lo sabes porque cuando le comentas que tú sueles pescar truchas y barbos le brillan los ojos y su mirada muestra cierto matiz de envidia, quizá nacida del recuerdo de algún reportaje leído en quién sabe qué revista extranjera. Lo más seguro alguien de tu tierra, aunque afortunadamente esto esté cambiando cada día más, hubiera sido una mirada de condescendencia pensando en que aquellos son peces indignos.

Al fin te despides deseándole suerte y te encaminas, por fin, a la parte alta de la ciudad. Allí se encuentran las atracciones turísticas: casas pintorescas de aspecto medieval, iglesias góticas y castillos. Pero antes el pescador vuelve a aflorar desde lo más profundo de tu ser y vuelve su mirada hacia el río mientras cruzas en puente. Entonces, en una zona donde el lecho se acerca más a la superficie, reconoces la sobra de un pez que te recuerda a un barbo. Y entonces piensas que tal vez no sea éste un mal lugar para vivir. Para investigar. Para pescar.

6 comentarios:

  1. El alma de pescador, el alma de amor por los ríos, siempre va con nosotros. Se nos hace imprescindible verlos. Nos embarga un sentimiento de saber que hay dentro de cada curso. Me ha gustado Jorge.

    ResponderEliminar
  2. Lo que narras ee majestuoso!! El instinto del descubrimiento lo tenemos y eso es imposible esconderlo. Felicidades por esta Historia, me ha encantado Jorge!!
    Un saludo!!

    ResponderEliminar
  3. Muy buen relato Jorge. He disfrutado de su lectura al igual que de esas bonitas fotos. Como bien dices, es imposible dejar al pescador en casa, y éste, al igual que la cabra al monte, nos llevará irremediablemente a las aguas más cercanas. Un abrazo compañero. Y que te vaya bien por aquellas lejanas tierras.

    ResponderEliminar
  4. Cuando un pescador de verdad escucha el murmullo de las aguas, siempre hace algo para poder verlas de cerca. Y más cuando se encuentra en un lugar desconocido. Es el afán por saber más el que nos empuja a buscar peces, paisajes u otras cosas.

    Saludos

    ResponderEliminar
  5. Gracias por vuestros comentarios compañeros. En nada vuelvo para allá e intentaré pescar algo, aunque parece que la previsión meteorológica no es muy alagüeñas... ¡Un abrazo!

    ResponderEliminar